jueves, 11 de noviembre de 2010

martes, 26 de octubre de 2010

Trece - El secreto de la felicidad de por vida


Más de doce horas habían transcurrido desde que Julián lle­gara a mi casa la noche anterior para explicarme las enseñanzas que él había recibido en Sivana; las doce horas más importantes de mi vida. De improviso me sentía jubiloso, motivado e inclu­so liberado. Julián había cambiado mi manera de ver la vida con la fábula del yogui Raman y las virtudes que representaba. Me daba cuenta de que no había empezado siquiera a explorar las posibilidades de mi potencialidad. Había estado derrochan­do los dones que la vida había puesto a mi paso. Las enseñan­zas de Julián me habían brindado la oportunidad de luchar a brazo partido con las heridas que me impedían vivir con la risa, la energía y la satisfacción que yo sabía que merecía. Estaba emocionado

También lo he experi­mentado cuando jugaba al fútbol con los chicos y quería ganar. Las horas me pasaban volando. Era como si lo único importan­te fuera lo que estaba haciendo en ese preciso instante. Todo lo demás, las preocupaciones, las facturas, la abogacía, no impor­taba. Y ahora que lo pienso, creo que en esos momentos es cuando más sosegado me encontraba.

Doce - El propósito fundamental de la vida



Los Sabios de Sivana no eran sólo las personas más juve­niles que he conocido –observó Julián–, sino también las más bondadosas. El yogui Raman me contó que de pequeño, cuando se acostaba, su padre iba a su choza cubierta de rosas y le preguntaba qué buenas obras había hecho durante el día. Lo creas o no, si el niño decía que no había hecho ninguna, su pa­dre le exigía que se levantara e hiciera algún acto altruista. De lo contrario no le dejaba acostarse.
»Una de las virtudes esenciales para la vida esclarecida que puedo compartir contigo, John, es ésta: en el último momento, al margen de lo que hayas conseguido, al margen de las casas de veraneo que puedas tener, al margen de los coches que puedas acumular en tu garaje, la calidad de tu vida se reducirá a la cali­dad de lo que has aportado.
Julián tenía razón. Una de las cosas que empezaban a fasti­diarme de la abogacía era que no creía estar haciendo la clase de aportación que yo me sabía capaz de hacer. Desde luego, había tenido el privilegio de defender varios casos de esos que sientan precedente. Pero la ley se había convertido en un negocio despro­visto de amor. Yo, como muchos de mis coetáneos, fui un idealis­ta en mi época de estudiante. En nuestros dormitorios, entre café y pizza rancia, planeábamos cambiar el mundo. Han pasado casi veinte años desde entonces, y mi ardiente deseo de fomentar el cambio ha dado paso a mi ardiente deseo de liquidar mi hipoteca y aumentar mi fondo de pensiones. Por primera vez en mu­cho tiempo, me di cuenta de que me había encerrado en un entor­no de clase media que me protegía de la sociedad en general, un confortable capullo al que me había acostumbrado.

Once - La más preciada mercancía


Es lunes por la mañana y que tienes un montón de citas, reuniones y compa­recencias. En vez de levantarte a las 6.30, tomar un café a toda prisa y salir pitando hacia el trabajo para pasarte el día con la len­gua fuera, imagina que te tomas quince minutos la noche antes para planear tu jornada. O, más efectivo aún, supón que te to­mas una hora de tu domingo para organizarte la semana. En tu agenda has anotado cuándo debes reunirte con tus clientes, cuándo te dedicarás a investigaciones legales y cuándo devol­verás llamadas telefónicas. Es más, tus objetivos personales, sociales y espirituales para la semana también constan en tu agenda. Con este acto tan sencillo das equilibrio a tu vida. Ase­gurando los aspectos más vitales de tu vida en un programa diario, estás asegurando que la semana de trabajo, y tu vida, con­serve su paz y su significado
recuerda que quien fracasa en la planificación, pla­nifica su fracaso. Anotando no sólo tus citas de trabajo sino también tus compromisos contigo mismo de leer, relajarte o es­cribir una carta de amor a tu esposa, serás mucho más produc­tivo con tu tiempo. No olvides que el tiempo que empleas en enriquecer tus horas de asueto no es tiempo malgastado; eso hará que seas mucho más eficiente cuando estés trabajando. Deja de vivir en compartimientos estancos y entiende de una vez por todas que cuanto haces forma un todo indivisible. Tu comportamiento en casa afecta a tu comportamiento en el tra­bajo. Tu trato con la gente en la oficina afecta al trato que das a tu familia y tus amigos.

El yogui Raman decía que quienes son dueños de su tiempo viven una vida sencilla. La naturaleza no previó un rit­mo de vida frenético. Aunque él estaba convencido de que la felicidad duradera sólo era alcanzable por aquellos que se mar­caban objetivos personales bien definidos, el vivir una vida lle­na de realización no tenía por qué implicar el sacrificio de la tranquilidad de ánimo. Esto es lo que más me fascinó. Me per­mitía ser productivo y al mismo tiempo realizar mis ansias espi­rituales

Diez - El poder de la disciplina

Julián siguió utilizando la fábula mística del yogui Raman como piedra angular de las enseñanzas que estaba compartien­do conmigo. Yo sabía que el jardín de mi mente era una mina de poder y potencialidad. Por el símbolo del faro, había apren­dido la gran importancia de tener un propósito claro en la vida y la efectividad de marcarse objetivo
Julián estaba en lo cierto. Por supuesto, yo no podía quejar­me. Tenía una familia estupenda, una casa cómoda y un trabajo muy próspero. Pero realmente no podía afirmar que hubiese alcanzado la libertad. Mi busca era para mí un apéndice tan va­lioso como mi brazo derecho. Yo siempre iba corriendo. Nunca parecía tener tiempo suficiente para comunicarme con Jenny, y pensar en un rato de tranquilidad en un futuro próximo me pa­recía tan probable como pensar en ganar la maratón de Boston. Cuanto más lo pensaba, más comprendía que probablemente no había llegado a probar el néctar de la verdadera e ilimitada libertad. Supongo que era un esclavo de mis impulsos. Siempre hacía lo que los demás me decían que debía hacer.

Nueve - El viejo arte del autoliderazgo


Julián, espero que no te importe que lo diga, pero todo eso del «mundo interior» me suena muy esotérico. Recuerda que soy un abogado de clase media con un utilitario aparcado en el camino particular y un cortacésped en el garaje. Mira, todo lo que me has dicho hasta ahora encaja. A decir verdad, gran parte de lo que has compartido conmigo parece de sentido común, aunque ya sé que el sentido común, en estos tiempos, es todo menos común. Te diré, sin embargo, que me cuesta un poco entender esta noción del kaizen y la mejora del mundo in­terior. ¿De qué estábamos hablando exactamente?
Julián fue rápido en su respuesta.


En nuestra sociedad etiquetamos al ignorante como dé­bil. No obstante, quienes expresan su falta de conocimientos y buscan instruirse encuentran el camino del esclarecimiento an­tes que los demás. Tus preguntas son sinceras y me dicen que estás abierto a las ideas nuevas

Julián volvió a su conversación con el yogui Raman en lo alto de las montañas, en lo que él recordaba como una noche estrellada y hermosa.
Julián había abierto la puerta de un manantial de vitalidad y serenidad interior en mi vida. En realidad, su transformación en un radiante y dinámico filósofo era poco menos que milagrosa. En ese momento decidí dedicar una hora diaria a poner en prác­tica las técnicas y principios que él me iba a enseñar. Decidí tra­bajar en mi perfeccionamiento antes de trabajar en cambiar a los demás, como había sido mi costumbre. Quizá yo podría experi­mentar una transformación como la de aquel antiguo abogado llamado Mantle. Desde luego, valía la pena intentarlo.
Julián había abierto la puerta de un manantial de vitalidad y serenidad interior en mi vida. En realidad, su transformación en un radiante y dinámico filósofo era poco menos que milagrosa. En ese momento decidí dedicar una hora diaria a poner en prác­tica las técnicas y principios que él me iba a enseñar. Decidí tra­bajar en mi perfeccionamiento antes de trabajar en cambiar a los demás, como había sido mi costumbre. Quizá yo podría experi­mentar una transformación como la de aquel antiguo abogado llamado Mantle. Desde luego, valía la pena intentarlo.