martes, 26 de octubre de 2010

Doce - El propósito fundamental de la vida



Los Sabios de Sivana no eran sólo las personas más juve­niles que he conocido –observó Julián–, sino también las más bondadosas. El yogui Raman me contó que de pequeño, cuando se acostaba, su padre iba a su choza cubierta de rosas y le preguntaba qué buenas obras había hecho durante el día. Lo creas o no, si el niño decía que no había hecho ninguna, su pa­dre le exigía que se levantara e hiciera algún acto altruista. De lo contrario no le dejaba acostarse.
»Una de las virtudes esenciales para la vida esclarecida que puedo compartir contigo, John, es ésta: en el último momento, al margen de lo que hayas conseguido, al margen de las casas de veraneo que puedas tener, al margen de los coches que puedas acumular en tu garaje, la calidad de tu vida se reducirá a la cali­dad de lo que has aportado.
Julián tenía razón. Una de las cosas que empezaban a fasti­diarme de la abogacía era que no creía estar haciendo la clase de aportación que yo me sabía capaz de hacer. Desde luego, había tenido el privilegio de defender varios casos de esos que sientan precedente. Pero la ley se había convertido en un negocio despro­visto de amor. Yo, como muchos de mis coetáneos, fui un idealis­ta en mi época de estudiante. En nuestros dormitorios, entre café y pizza rancia, planeábamos cambiar el mundo. Han pasado casi veinte años desde entonces, y mi ardiente deseo de fomentar el cambio ha dado paso a mi ardiente deseo de liquidar mi hipoteca y aumentar mi fondo de pensiones. Por primera vez en mu­cho tiempo, me di cuenta de que me había encerrado en un entor­no de clase media que me protegía de la sociedad en general, un confortable capullo al que me había acostumbrado.

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