Eran las ocho de la tarde y yo aún no había preparado mi alegato para el día siguiente. Estaba fascinado por la experiencia de aquel antiguo guerrero de la abogacía que había cambiado radicalmente de vida después de convivir y estudiar con aquellos sabios maravillosos del Himalaya.
Las sesiones empezaban antes del alba. El yogui Raman se sentaba con su entusiasmado alumno y llenaba su mente de ideas sobre el significado de la vida y de técnicas poco conocidas para vivir con mayor vitalidad, creatividad y satisfacción. Le enseñaba viejos principios que, según decía, cualquiera podía utilizar para conservarse joven y ser más feliz. Julián aprendió también que las disciplinas gemelas del dominio personal y la autorresponsabilidad impedirían que volviera al caos de la crisis que había caracterizado su vida en Occidente.
Sentado a solas en mi despacho, comprendí lo pequeño que es en realidad nuestro mundo. Pensé en los amplísimos conocimientos que apenas empezaba a vislumbrar. Pensé en lo que sería recuperar mis ganas de vivir, y en la curiosidad que yo había sentido de joven. Quería sentirme más vivo y aportar energía desbordante a mi vida cotidiana. Tal vez yo también abandonaría mi profesión.
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