martes, 26 de octubre de 2010

Dos - Visitante misterioso


Era una reunión urgente de todos los miembros del despa­cho. Mientras nos apretujábamos en la sala de juntas, compren­dí que el problema era grave. El viejo Harding fue el primero en dirigirse a la asamblea.
–Me temo que tengo muy malas noticias. Julián Mantle su­frió un ataque ayer mientras presentaba el caso Air Atlantic ante el tribunal. Ahora se encuentra en la unidad de cuidados inten­sivos, pero los médicos me han dicho que su estado se ha esta­bilizado y que se recuperará. Sin embargo, Julián ha tomado una decisión que todos ustedes deben saber. Ha decidido aban­donar el bufete y renunciar al ejercicio de su profesión. Ya no volverá a trabajar con nosotros.
Me quedé de una pieza. Sabía que Julián tenía sus problemas, pero jamás pensé que pudiera dejarlo. Además, y después de todo lo que habíamos pasado, pensé que hubiera debido tener la corte­sía de decírmelo en persona. Ni siquiera dejó que fuera a verle al hospital. Cada vez que yo me presentaba allí, las enfermeras me de­cían que estaba durmiendo y que no se le podía molestar. Tampoco aceptó mis llamadas. Posiblemente yo le recordaba la vida que él deseaba olvidar. En fin. Una cosa sí tengo clara: aquello me dolió.
Todo eso sucedió hace unos tres años. Lo último que supe de Julián fue que se había ido a la India en no sé qué expe­dición. Le dijo a uno de los socios del bufete que deseaba sim­plificar su vida y que «necesitaba respuestas» que confiaba encontrar en ese místico país. Había vendido su residencia, su avión y su isla. Había vendido incluso el Ferrari. ¿Julián Mantle metido a yogui?, me dije. Qué caprichosos son los de­signios de la ley.
Las primeras respuestas a algunas de mis preguntas llegaron hace cosa de dos meses. Yo acababa de reunirme con el último cliente de un día espantoso cuando Genevieve, mi talentosa ayudante, se asomó a la puerta de mi pequeño y bien amueblado despacho.
–Tienes una visita, John. Dice que es urgente y que no se irá hasta que hable contigo.
–Estoy con un pie fuera, Genevieve –repliqué con impa­ciencia–. Voy a comer un bocado antes de terminar el informe Hamilton. No me queda tiempo para recibir a nadie más. Dile que concierte una cita, como todo el mundo, y si te causa pro­blemas llama a los de seguridad.
La sonora carcajada del visitante confirmó mis sospechas. El hombre que tenía ante mí no era otro que el añorado yogui de la India: Julián Mantle. Me asombró su increíble transforma­ción. La tez espectral, la tos crónica y los ojos inermes de mi ex colega habían desaparecido. Ya no tenía aspecto de viejo ni esa expresión enfermiza que se había convertido en su distintivo. Todo lo contrario, aquel hombre parecía gozar de perfecta sa­lud y su rostro sin arrugas estaba radiante. Tenía la mirada cla­ra, una ventana perfecta a su extraordinaria vitalidad. Más sor­prendente aún era la serenidad que rezumaba por todos sus poros.

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