Julián se presentó en mi casa al día siguiente, a las siete, y llamó con cuatro golpes rápidos en la puerta. Mi casa es un edificio a la moda con espantosas persianas rosas que, según mi mujer, recordaban las casas que salían en Architectural Design. Julián tenía un aspecto radicalmente distinto al del día anterior. Todavía se le veía radiante de salud y exudando una increíble sensación de calma interior. Pero lo que llevaba me inquietó un poco.
Inmediatamente, Julián empezó a revelarme más cosas sobre su transformación personal y la facilidad con que se produjo. Me habló de las antiguas técnicas que había aprendido para controlar la mente y para borrar el hábito de preocuparse que a tantos afecta en nuestra compleja sociedad. Habló de las enseñanzas de los monjes para vivir una vida más plena y gratificante. Y habló también de una serie de métodos para liberar el manantial de juventud y energía que, dijo, todos llevamos dentro en estado latente
Me impactó la verdad de sus palabras. Julián tenía razón. Mis años en el conservador mundo de la abogacía, haciendo siempre las mismas cosas con la misma gente que pensaba las mismas cosas cada día, habían llenado mi taza hasta el borde. Jenny siempre me estaba diciendo que deberíamos conocer gente nueva y explorar nuevas cosas. «Ojalá fueras un poco más aventurero, John», solía decirme.
Tras oír aquel extraño cuento allá en las cumbres del Himalaya y sentado junto a un monje que había visto de primera mano la antorcha de la verdadera luz, Julián me dijo que se desilusionó. Sencillamente, dijo que pensó que iba a oír algo definitivo, un esclarecimiento que le haría pasar a la acción o, por qué no, le arrancaría lágrimas.
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