
Era uno de los más sobresalientes abogados procesales de este país. Era también un hombre tan conocido por los trajes italianos de tres mil dólares que vestían su bien alimentado cuerpo como por su extraordinaria carrera de éxitos profesionales. Yo me quedé allí de pie, conmocionado por lo que acababa de ver. El gran Julián Mantle se retorcía como un niño indefenso postrado en el suelo, temblando, tiritando y sudando como un maníaco.
A partir de ahí todo empezó a moverse como a cámara lenta. «¡Dios mío –gritó su ayudante, brindándonos con su emoción un cegador vislumbre de lo obvio–, Julián está en apuros!» La jueza, presa del pánico, musitó alguna cosa en el teléfono privado que había hecho instalar por si surgía alguna emergencia. En cuanto a mí, me quedé allí parado sin saber qué hacer. No te me mueras ahora, hombre, rogué. Es demasiado pronto para que te retires. Tú no mereces morir de esta forma.
El alguacil, que antes había dado la impresión de estar embalsamado de pie, dio un brinco y empezó a practicar al héroe caído la respiración asistida. A su lado estaba la ayudante del abogado (sus largos rizos rozaban la cara amoratada de Julián), ofreciéndole suaves palabras de ánimo, palabras que él sin duda no podía oír.
Aquel verano recibí una suculenta educación. Fue mucho más que una clase sobre cómo plantear una duda razonable allí donde no la había; eso podía hacerlo cualquier abogado que se preciara de tal. Fue más bien una lección sobre la psicología del triunfo y una rara oportunidad de ver a un maestro en acción. Yo me empapé de todo como una esponja.
Por invitación de Julián, me quedé en el bufete en calidad de asociado y pronto iniciamos una amistad duradera. Admito que no era fácil trabajar con él. Ser su ayudante solía convertirse en un ejercicio de frustración, lo que comportaba más de una pelea a gritos a altas horas de la noche. O lo hacías a su modo o te quedabas en la calle. Julián no podía equivocarse nunca. Sin embargo, bajo aquella irritable envoltura había una persona que se preocupaba de verdad por los demás.
En la caída de Julián había algo más que una conexión oxidada con su modus vivendi. Antes de que yo empezara a trabajar en el bufete, él había sufrido una gran tragedia. Algo realmente monstruoso le había sucedido, según decía uno de sus socios, pero no conseguí que nadie me lo contara. Incluso el viejo Harding, célebre por su locuacidad, que pasaba más tiempo en el bar del Ritz-Carlton que en su amplio despacho, dijo que había jurado guardar el secreto. Fuera éste cual fuese, yo tenía la sospecha de que, en cierto modo, estaba contribuyendo al declive de Julián. Sentía curiosidad, por supuesto, pero sobre todo quería ayudarle. Julián no sólo era mi mentor, sino mi amigo
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