Tras andar durante horas por intrincados caminos y sendas herbosas, los dos viajeros llegaron a un verde y exuberante valle. En uno de sus lados, los picos del Himalaya ofrecían su protección como soldados castigados por la intemperie que guardaran el lugar donde descansaban sus generales. Al otro lado había un espeso bosque de pinos, tributo natural a esta tierra de fantasía.
Los hombres, que parecían sólo una decena, llevaban la misma túnica roja que el yogui Raman, y sonrieron serenamente a Julián cuando hicieron su entrada en la aldea. Todos se veían apacibles, sanos y satisfechos. Fue como si las tensiones que tantas víctimas se cobran en nuestro mundo no tuviesen acceso a aquella cumbre de serenidad.
Aunque habían transcurrido muchos años desde que vieran una cara nueva por última vez, aquellos sabios fueron comedidos en su recibimiento, ofreciendo una ligera reverencia a modo de saludo.
Las mujeres eran igualmente impresionantes. Con sus ondulantes saris de seda rosa y los lotos blancos que adornaban sus negros cabellos, iban de un lado a otro con sorprendente agilidad. Sin embargo, no se trataba del ajetreo frenético que invade nuestra sociedad. Aquí todo parecía fácil y alegre. Algunas trabajaban dentro del templo haciendo preparativos para lo que parecía una fiesta. Otras acarreaban leña y tapices ricamente bordados. La actividad era general. Todo el mundo parecía feliz.
A Julián, que apenas podía creer lo que estaba viendo, le ofrecieron un festín de fruta fresca y hortalizas exóticas, dieta que, como supo más adelante, constituía una de las claves de la salud ideal que disfrutaban los sabios.
Tras la comida, el yogui Raman acompañó a Julián hasta sus aposentos: una cabaña cubierta de flores donde había una pequeña cama con un bloc vacío a modo de diario. Aquélla sería su casa.
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